Un
fragmento del capítulo 3 de Misericordia
de Benito Pérez Galdós
La
mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además
de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por lapsos de tiempo
más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda por encontrar un buen
acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá
Benina (de lo cual se infiere que Benigna se llamaba), y era la más
callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y
con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás
importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los repartos,
aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni
de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y
con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a
la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo,
aunque sin salirse de los términos de la decencia, con el ciego llamado
Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe, del Sus, tres
días de jornada más allá de Marrakesh. Fijarse bien.
Tenía
la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su
rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la
vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la
dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y obscuros, apenas tenían el ribete
rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que
las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas
coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de
lavandera, y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida
en la frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor
apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la expresión
sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una
Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el
crucifijo y la llaga en la frente, si bien podría creerse que hacía las veces
de esta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como
a media pulgada más arriba del entrecejo.
A
eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía (donde tenía
gran metimiento, como antigua), para tratar con D. Senén de alguna
incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muy comentada. Lo
mismo fue salir la caporala, que correrse la Burlada hacia el otro
grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el pasadizo, y sentándose
entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada Demetria, y el ciego marroquí,
dio suelta a la lengua, más cortante y afilada que las diez uñas lagartijeras
de sus dedos negros y rapantes.
«¿Pero
qué, no creéis lo que vos dije? La caporala es rica, mismamente
rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita a las que
semos de verdadera solenidá, porque no tenemos más que el día
y la noche.
—
Vive por allá arriba — indicó la Crescencia — , orilla en ca los Paúles.
—
¡Quiá, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo — prosiguió la Burlada,
haciendo presa en el aire con sus uñas — . A mí no me la da ésa, y he tomado
lenguas. Vive en Cuatro Caminos, donde tiene corral, y en él cría, con perdón,
un cerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo de Cuatro Caminos.
—
¿Ha visto usted la jorobada que viene por ella?
—
¿Que si la he visto? Esa cree que semos bobas. La corcovada es su
hija, y por más señas costurera, ¿sabes?, y con achaque de la joroba, pide
también. Pero es modista, y gana dinero para casa... Total, que allí son ricos,
el Señor me perdone; ricos sinvergonzonazos, que engañan a nosotras y a la
Santa Iglesia católica, apostólica. Y como no gasta nada en comer, porque tiene
dos o tres casas de donde le traen todos los días los cazolones de cocido, que
es la gloria de Dios... ¡a ver!
—
Ayer — dijo Demetria quitándole la teta a la niña — , bien lo vide. Le
trajeron...
—
¿Qué?
—
Pues un arroz con almejas, que lo menos había para siete personas.
—
¡A ver!... ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, golía bien?
—
¡Vaya si golía!... Los cazolones los tiene en ca el
sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala con todo para Cuatro Caminos.
—
El marido... — añadió la Burlada echando lumbre por los ojos — , es uno que
vende teas y perejil... Ha sido melitar, y tiene siete cruces sencillas
y una con cinco riales... Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy
no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la
Ricarda en el cajón de Chamberí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué
dices, Almudena?
[…]
Cortó
los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio
terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de la señá Casiana
por la puerta de la iglesia.
—
Ya salen de misa mayor — dijo; y encarándose después con la habladora, echó
sobre ella toda su autoridad con estas despóticas palabras: «Burlada, pronto a
tu puesto, y cerrar el pico, que estamos en la casa de Dios».
Empezaba
a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando
igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de
cinco y dos céntimos iban a parar a las manos diligentes de Eliseo o de la caporala,
y algo le tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los demás
poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado.
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